The breeze was from the west. Jamie lifted his chin, enjoying the cold touch of it on his heated skin. The land fell away in undulating waves of brown and green, kindled here and there with patches of color, lighting the mist in the hollows like the glow of campfire smoke. He felt a peace come over him at the sight, and breathed deep, his body relaxing. Gideon relaxed, too, all the feistiness draining slowly out of him like water from a leaky bucket. Slowly, Jamie let his hands drop lightly on the horse’s neck, and the horse stayed still, ears forward. Ah, he thought, and the realization stole over him that this was a Place.
He thought of such places in a way that had no words, only recognizing one when he came to it. He might have called it holy, save that the feel of such a place had nothing to do with church or saint. It was simply a place he belonged to be, and that was sufficient, though he preferred to be alone when he found one. He let the reins go slack across the horse’s neck. Not even a thrawnminded creature like Gideon would give trouble here, he felt.
Sure enough, the horse stood quiet, massive dark withers steaming in the chill. They could not tarry long, but he was deeply glad of the momentary respite-not from the battle with Gideon, but from the press of people.
He had learned early on the trick of living separately in a crowd, private in his mind when his body could not be. But he was born a mountain-dweller,
and had learned early, too, the enchantment of solitude, and the healing of quiet places.
of the small vivid portraits Quite suddenly, he had a vision of his mother, one
that his mind hoarded, producing them unexpectedly in response to God knew what-a sound, a smell, some passing freak of memory.
He had been snaring for rabbits on a hillside then, hot and sweaty, his fingers pricked with gorse and his shirt stuck to him with mud and damp. He had seen a small grove of trees and gone to them for shade. His mother was there, sitting in the greenish shadow, on the ground beside a tiny spring. She sat quite motionless-which was unlike her-long hands folded in her lap.
She had not spoken, but smiled at him, and he had gone to her, not speaking either, but filled with a great sense of peace and contentment, resting his head against her shoulder, feeling her arm go about him and knowing he stood at the center of the world. He had been five, maybe, or six.
As suddenly as it had come, the vision disappeared, like a bright trout vanishing into dark water. It left behind it the same deep sense of peace, thoughas though someone had briefly embraced him, a soft hand touched his hair.
He swung himself down from the saddle, needing the feel of the pine needles under his boots, some physical connection with this place. Caution made him tie the reins to a stout pine, though Gideon seemed calm enough; the stallion had dropped his head and was nuzzling for tufts of dried grass. Jamie stood still for a moment, then turned himself carefully to the right, facing the north.
He no longer recalled who had taught him this-whether it was Mother, Father, or Auld John, Ian’s father. He spoke the words, though, as he turned himself sunwise, murmuring the brief prayer to each of the four airts in turn, and ended facing west, into the setting sun. He cupped his empty hands and the fight filled them, spilling from his Palms.
“‘May God make safe to me eacb step, May God make open to me each pass, May God make clear to me eacb road,
And may He take me in the clasp ofHis own two bands.”
With an instinct older than the prayer, he took the flask from his belt and poured a few drops on the ground.
Scraps of sound reached him on the breeze; laughter and calling, the sound of animals making their way through brush. The caravan was not far away, only across a small hollow, coming slowly round the curve of the hillside opposite. He should go now, to join them on the last push upward to the Ridge.
Still he hesitated for a moment, loath to break the spell of the Place.
Fiery Cross
Diana Gabaldon
La brisa provenía del oeste. Jamie levantó la barbilla, disfrutando de su contacto frío en la piel acalorada. El suelo caía en ondulantes olas pardas y verdes, encendidas aquí y allá en parches de color, que iluminaban la bruma en las hondonadas como el resplandor del humo de una fogata. Ante aquel panorama sintió que lo invadía la paz; aspiró profundamente, relajando el cuerpo.
Gideon también se relajó, dejando escapar lentamente su espíritu de lucha, como el agua que se sale de un cubo roto. Jamie apoyó suavemente las manos en su cuello y el animal permaneció inmóvil, con las orejas hacia delante. <<¡Ah!>>, pensó. Y entonces cayó en la cuenta de que se trataba de un Sitio.
No tenía palabras para designar esos lugares, pero los reconocía cada vez que encontraba alguno. Podría haberlos calificado de sagrados, pero la sensación que lo provocaban no tenía nada que ver con la Iglesia ni con lo santo. Eran, simplemente, lugares que le correspondían, y con eso bastaba, aunque prefería encontrarlos cuando estaba solo. Dejó descansar las riendas sobre el cuello del caballo. Ni una bestia loca como Gideon podía causar problemas en un lugar así.
Cuando era un niño, había aprendido la manera de vivir separado dentro de una multitud, conservando la intimidad en su mente cuando su cuerpo no podía tenerla. Pero como era montañés, también había aprendido muy tempranamente el encanto de la soledad y la virtud curativa de los sitios tranquilos.
De súbito tuvo una visión de su madre, uno de los pequeños retratos vívidos que su mente atesoraba y presentaba inesperadamente, como reacción sólo Dios sabía a qué: un sonido, un olor, algún capricho pasajero de la memoria.
Había estado instalando trampas para conejos en una colina; estaba acalorado y sudoroso, con los dedos pinchados por las plantas espinosas y la camisa pegada a la piel por el barro y la humedad. Al ver un bosquecillo, se acercó en busca de una sombra. Allí estaba su madre, sentada en el suelo junto a un diminuto manantial, bajo la sombra verdosa. Permanecía inmóvil, cosa extraña en ella, con las largas manos cruzadas en el regazo.
No dijo nada, pero le sonrió. Él se acercó sin hablarle, colmado por una gran sensación de paz y contento, y apoyó la cabeza contra su hombro; al sentir que su brazo lo rodeaba, supo que ocupaba el centro de su mundo. Entonces, tenía cinco o seis años.
La visión desapareció tan súbitamente como había venido, como una trucha refulgente que se esfumara en el agua oscura. No obstante, dejó tras de sí la misma sensación de profunda paz, como si alguien lo hubiera abrazado brevemente, como si una mano suave le tocara el pelo.
Desmontó, con la necesidad de sentir la pinaza bajo las botas, algún contacto físico con ese lugar. La cautela le hizo atar las riendas a un pino fuerte, aunque Gideon parecía bastante sereno; el potro había bajado el testuz y buscaba matas de pasto seco. Durante un instante, Jamie permaneció inmóvil; luego giró cuidadosamente hacia la derecha, de cara al norte.
Ya no recordaba quién le había enseñado eso: su madre, su padre o el viejo John, el padre de Ian. Pero giró en la dirección del sol, murmurando aquella breve oración hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales, y terminó de frente al oeste, mirando al sol poniente. Formó una taza con las manos vacías y la luz se las llenó, desbordando sus palmas.
Que Dios me haga seguro cada paso,
Que Dios me abra cada senda,
Que Dios me ponga en claro cada camino, Y que Él me lleve entre sus propias manos.
Con un instinto más antiguo que la oración, sacó la petaca del cinturón para verter algunas gotas en el suelo.
La brisa le trajo algunos sonidos dispersos: risas y ruidos de animales que avanzaban a través de la maleza. La caravana no estaba lejos: apenas al otro lado de una pequeña hondonada, rodeando a paso lento la curva de la colina opuesta. Ya era hora de reunirse con ello para el último tramo, hasta llegar al Cerro.
Aún vaciló un momento, resistiéndose a quebrar el hechizo del Sitio.
La Cruz Ardiente
Diana Gabaldon